Ad intra

La persona como cualidad, como esa capacidad de hacer distinción entre uno mismo y el otro, la diferencia de sí mismo con el resto, nos abre a la siguiente interrogante: ¿qué representa ese sí mismoa lo que hacemos referencia?. Sabemos que somos y que no somos el otro, pero eso que sabemos que somos y por tanto nos hace diferentes, debe ser el núcleo mismo del alma: no soy mi propia persona, como facultad, como cualidad de mí ser, propia de mi naturaleza personal, soy lo que mi persona distingue de sí misma a otras personas. No soy mi facultad –mi facultad de ser persona- soy lo que soy desprendido de dicha facultad.

Y son tan variados los humanos, las percepciones, acepciones – y la genética- las circunstancias que de alguna forma moldean ese sí mismo que es cada uno de nosotros, que esa variación –multiplicidad- es uniforme en la facultad de persona, pero no así en lo que sea facultad distingue como propiedad de ese sí mismo, donde paradójicamente, ella misma forma parte.

Pareciera que la persona –ésta hipóstasis, este latino prosopón o máscara desde donde discurre lo que es propiamente comunicable desde el ente humano como individuo hacia sus semejantes- es una facultad uniforme como facultad: homogénea en tanto que es facultad pero heterogénea en tanto que comunica un sin fin de formas distintas. Yo soy un hombre, es una declaración uniforme de mi persona acerca de mi ser como hombre, no obstante, esa distinción en tal caso es un producto, una consecuencia de la facultad de mi personalidad adjunta a mi persona, no mi persona como tal.

La persona como entidad subjetiva, es objetiva en relación a su funcionamiento – en principio- pero muy subjetiva en el funcionamiento – en su ejecución- , porque como facultad, como herramienta, es capaz de distinguir mi propio yo de los otros, pero en su praxis, es incapaz de distinguir ese yo de forma inmediata –totalmente veraz- de sí misma y confunde con facilidad lo que ella es en sí misma como facultad, de lo que distingue como esa facultad que es de por sí.

La persona humana, a diferencia de las personas divinas, carece de un conocimiento exhaustivo de ese sí mismo –yo- al que pretende distinguir. Cuando comunico a través lo que expresa mi persona, como por ejemplo, al decir queamo, ese amor que comunico tener no es propio de la persona, sino que ella distingue en mi “yo” la emoción y la da a conocer; entonces mi persona es objetiva en tanto que distingue en esencia que “amo” y no que “odio”, pero es subjetiva en la práctica, pues no trasmite con fidelidad las implicaciones de lo que comunica, ni lo hace con certeza – puede que en esencia yo no “amo” después de todo- puesto que sólo comunica de la multiplicidad de formas adjuntas a su propia subsistencia, la que a su juicio se asemeja más a lo que es el “amor”: es como si hallando un acercamiento propio al amor reconociera y derivara de dicha realidad –el amor- el hecho de que de facto “amo” –aunque tal vez sólo sienta pasión o capricho-

La persona, propia de la naturaleza humana, puede engañarse acerca del sí mismo… en relación a esto, basta recordar: “perverso y engañoso es el corazón del hombre, ¿quién lo conocerá?

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