El sol, como una
perla humedecida por el perfil de los nubarrones, ilumina desde atrás un manto
perfumado que germina de esa tierra rociada
por jardines. Las plumas de las aves bañan su reflejo sobre las aguas donde el
pastizal se arrellana y enciende el crepúsculo su desvelo. La pequeña laguna es
un espejo que atestigua el arco iris de garzas levitando sobre el espeso
madrigal de flores y hojas salpicadas por el rocío. La brisa acurruca el
entramado de botones de las margaritas, quienes se visten con fragancia de
lavanda y coquetean con las orquídeas. Mientras, la llanura se rasga con el
paso de los vientos, con ese ir y venir, y la promesa del alba.
Cae una escarcha pintarrajeada por el aura del sereno, y el
rostro de un par de querubines se ve colmado de color. Vienen de lejos; de un
asentamiento campesino. Son hijos de la tierra y el trabajo, el uno mucho mayor
que su hermana; aunque ésta lo supera en tamaño. Se miran, se ríen sin más
razón para hacerlo y se retan «a quién llegará primero». Cada uno lleva un
balde de madera, pesado para sus cuerpos pero liviano para sus almas. Su madre
les encomienda ese mandado: Cada mañana buscan agua para su padre y demás
miembros de la familia. No ponen queja. Son tan atentos como los músicos cuando
escuchan grandes piezas, y juntos, en su casa, han comenzado un pequeño huerto.
Siguen el ejemplo de sus familiares y vecinos, y de otros niños que ya tienen
una cosecha de tomates, lechugas y hasta papayas.
Pero hoy es distinto. No han venido en la mañana. Su madre
debe estar preocupada y tal vez el padre ya salió a buscarlos.
Se quedan mirando las aves mientras aletean hasta sus
refugios. Saludan a los grillos, chapotean a los pies de la laguna y se burlan
de los sapos pero imitan sus tonadas. Ahora la niña da vueltas en círculos, con
los brazos abiertos y el corazón latiendo al compás de su carcajeo. En cambio,
su hermano toma una vara y tantea el piso en busca de insectos. Piensan que es
temprano. Olvidan que el trayecto no será una luminaria cuando los colores
terminen de opacarse y apenas puedan ver el rosa de su piel, siquiera el
carmesí de sus ropas.
El niño ya no ve los rulos de su hermana con claridad. Nota
que el sol ha cambiado: ahora es pálido y lo puede mirar fijamente sin que el
azul de sus ojos se encandile. Entonces el hombrecito agarra el balde y con la
otra mano toma la diestra de la niña y la saca de entre unos arbustos con
flores color pastel, donde escudriñaba el olor de unas frutillas.
Apresuran el paso. El aire se mueve más rápido y travesean
con alcanzarlo. Ahora juegan a galopar por los senderos. Cantan para escuchar
algo más que el crujido de las hojas, mientras el aliento de la noche arranca
de sus rostros sus sonrisas. Pasaron a competir «por quién no tiene miedo» La
niña, sin saberlo, gana. Su hermano siente que su propia sombra lo persigue, y
mira a todos lados, prevenido, atento a gritar o defenderse. ya están cerca;
sólo tienen que pasar un zaguán de rosas azules para llegar a la cúspide de un
otero donde se halla el pozo.
Llegan. Miran el alfombrado de jazmines blancos que cubren
el frío pozo. El niño toma ambos baldes y rápidamente pone a funcionar el
mecanismo que los hace bajar hasta el depósito de agua. Sus manos tiemblan
mientras ve a su hermana paralizada por el sonido de las ramas de un árbol al
lado de una ciénaga.
A ella, algo le fascina: Es una rosa que ha nacido solitaria
a los pies de un tronco. Una rosa sin espinas, tal vez única, con forma de
corazón y que en esa oscuridad brilla tornasolada. La toca, y su textura
sedosa, la empuja a sacarla de allí; aún conciente de que puede marchitarse.
Con sus uñas remueve la tierra donde está fuertemente enraizada y después de
unos minutos ya la tiene en la mano, y la huele mientras la acaricia con su
pequeña nariz.
Su hermano termina de poner los baldes llenos en su sitio -
cuidando de no lastimar los jazmines -, y luego, cuando se apoya al filo del
pozo para descansar; la niña se le acerca y extiende la diestra para enseñarle
su nueva acompañante. Un fuerte viento sopla de repente y la rosa se escurre
entre sus dedos y viaja en dirección al agujero. El niño trata instintivamente
de salvarla, y lo consigue; sólo, que las puntitas de sus pies no aguantan y
los talones no sienten más firmeza que el agua.
La niña se asoma con cuidado y sólo escucha un leve
chapoteo.
Se sienta entre los baldes con las piernas cruzadas, la
espalda recostada en el pozo y la mirada fija en dirección al asentamiento.
Está tranquila. Tiene un poco de frío y mientras espera, revive un millar de
aromas y sonríe al ver pasar una escuadra de luciérnagas. Le canta a la noche y
la luna que la acompaña se hace más grande y pesada. Juega con sus cabellos,
bosteza, sonríe sólo por hacerlo. Moja sus manitas en el agua y se refresca la
cara. En su vigilia lucha contra el sueño y sale victoriosa.
Llega el amanecer y el sol parece ennegrecido. Pasan unas
horas y ve a lo lejos una silueta familiar, que luego le habla:
-¡Hija!-grita con los ojos aguados-
-Vinimos por agua para nuestro huerto-le contesta
bostezando-
-¡Vengo de todos lados! -la abraza- ¿Y tú hermano?
-!Ya viene! busca una rosa para mí, tienes que verla papi,
es hermosa-
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