Martín y la laguna


–¡Poco sabe la mula de reflejos! –gritó Pedro–. Sólo a ti se te ocurre semejante locura.
–Pero abuelo, Manuelita se ve en el espejo…en la laguna.
–¡Excusas para no trabajar! ¡Déjame desayunar en paz!
–¡Te digo que es verdad! –respondió Martín–. ¡No estoy loco!


Pedro le arrojó la taza de café hirviendo al muchacho y por primera vez Martín agradeció a Dios la precaria salud de su abuelo, quien no sólo falló el objetivo sino también perdió el equilibrio y fue a dar al suelo, junto a un montón de cajas llenas de fotos familiares que usaban para mantener encendido el fuego de la chimenea. Ante el frío paralizante de las colinas de Ur vale más una llama acogedora a un montón de recuerdos encajonados… al menos esa era la opinión de Pedro y no la de Martín: había resguardado algunas fotos de su madre dentro de un cajón secreto en la mesita de la sala.


–Ves lo que consigues con tus necedades –dijo pausadamente Pedro mientras se levantaba.
–Lo siento, abuelo.
–….sólo ve y haz tu deber. Aunque sea hoy, compórtate como un nieto y no como un desquiciado.


Martín asintió. Sentía un nudo en su garganta; tenía la sensación de haber cometido una falta, pero no entendía bien cual había sido. Tampoco perdería tiempo repasando los hechos; en Ur no hay lugar para la meditación y ya era hora de buscar a la mula.

Manuelita era una mula gris y muy grande, al menos desde la perspectiva de un niño de 12 años. Aparte de ser la mayor (y única) posesión económica de Pedro, gozaba, según Martín, de una facultad inédita en cualquier animal de carga sobre el mundo. La mula miraba su reflejo en la laguna clara y luego chistaba, al menos eso hacía en primavera; en invierno su actitud se tornaba más coqueta, llegando al punto de pasar horas revisándose cual novia antes de la marcha nupcial; movía las orejas de allá para acá y posaba de lado y lado ante el nítido espejo brindado por la naturaleza. Por supuesto, Martín debía llevar madera desde las colinas al pueblo a una hora determinada (sabe Dios y Pedro por cual razón) para recibir el pago exacto y poder cambiarlo por algo de comida; no convenía entonces al pequeñuelo esperar por la mula mientras terminaba de contemplarse.

–Vamos, Manuelita –dijo lloroso Martín alejándola del borde de la laguna–. Debemos llevar la madera para que nos paguen completo; aunque yo sé que no estoy loco como piensa el abuelo.

Manuelita no ofreció resistencia. Martín cargó sobre ella los pocos leños en su haber, pues el abuelo ya no estaba en condiciones de hacer mucho más. El invierno había sido muy desgarrador y el viejo estaba un poco enfermo de los pulmones.

En cada viaje, Martín recordaba a su mamá. Traía a memoria la dulzura de sus abrazos, típicos de las madres e imposibles de imitar por hermanas o tías. Sin embargo, siempre evadía el recuerdo su muerte, y yo no soy quien para revelar el secreto. Pero acerca de aquél viaje, no hay problema en narrar algunos acontecimientos:

En medio de la travesía se posó un águila sobre Manuelita. Era un ave imponente, con ojos tan profundos como el penetrante invierno de Ur, y así de helado se quedó Martín. La mula siguió como si nada; para un animal cuyo destino es cargar cosas, un águila o un leño no guardan mayores diferencias. Instantes después el águila extendió las alas y proyectó una imponente sombra sobre la nieve. Y así siguió hasta el pueblo; todo mundo estaba fascinado con aquella ave en el lomo de Manuelita y de cómo Martín parecía haberla domesticado. Tanto fue el asombro del comprador de leños que le dio dinero extra por temor a represalias por parte de la rapaz cazadora. Por supuesto, Martín nunca lo entendió así, él sólo supuso que le había tomado cariño después de un año de idas y venidas. Porque el águila jamás dejó de acompañar a Manuelita y Martín en sus viajes. Pero eso es otra historia; ahora nos atañe lo sucedido de regreso a la cabaña en las colinas.

Martín llegó muy emocionado. Quería contarle a su abuelo todas sus experiencias, hasta había olvidado el altercado de la mañana..., pero cuando abrió la puerta de la cabaña encontró al viejo Pedro sentado sobre el suelo con unas fotos en la mano. La mesita con el cajón secreto estaba tirada en el suelo. El escondite había sido descubierto.

El niño esperó lo peor, pero al acercarse a su abuelo lo halló llorando; Martín había visto llorar a mucha gente en el funeral de su mamá, pero nunca vio a su abuelo derramar lágrima alguna durante el doloroso día. Pedro no se percató de la llegada de su nieto hasta que éste le abrazó por la espalda y dejó caer más monedas que de costumbre en el bolsillo de su camisa.

Lloraron mucho esa tarde. Manuelita disfrutó mirándose en la laguna sin ninguna interrupción, mientras el águila proyectaba sobre las aguas congeladas una sombra solemne y casi tan viva como los abrazos de una madre.

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.::::Martín y la Laguna en la Revista "NOTAS" de SACVEN (www.sacven.org)::::.









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