Niebla
I
Nadie más hermosa que Gulieth. Acostumbrada a recorrer distancias cortas con su mirada, a escurrirse como la luz en el viento. Lo peor para una mujer hermosa –decía ella– es estar triste. Ya no dice lo mismo, a causa de un misterio, su belleza empezó a mezclarse con una escabrosa niebla. Lo peor para una mujer triste –dice ahora– es ser hermosa.
Fue en vísperas de otoño cuando el padre de Gulieth trajo “el espejo” y lo colocó en la sala, al lado del reloj de caoba, con su péndulo de bronce, ojo testigo que minuto a minuto dibuja en su oscilante trayectoria una sonrisa traviesa, como si el artefacto supiera algo acerca de la que fuere la última paciente del doctor Edwards. ¡Ah…! ¡Un momento! Les propongo algo: dejemos que sea él mismo quien nos relate la historia; yo sólo intervendré cuando el caso lo amerite, cuando las palabras de nuestros personajes pierdan la vivacidad de la razón para justificar sus acciones o, mejor dicho, para contarlas con el mínimo de orden que ustedes, mis respetados lectores, se merecen:
II
Me habían llamado para atender a Gulieth; como médico de la familia pospuse otras citas y me dirigí de inmediato al sitio, a unas tres cuadras de mi consultorio. Al verla, la saludé con el mismo cariño…
–Hola Gulieth, ¿cómo estás?
–Bien –sonrió.
Era la misma jovencita. Su lozanía, el porte casto de su cabellera negra, la profundidad solar de su mirada... Sin embargo, en su rostro había algo borroso, como niebla. Era un velo sutil, imperceptible a primera vista.
–Dime, Gulieth, ¿te duele algo? ¿Sientes algo diferente? ¿Fiebre, tos…?
–No –dijo extrañada–. Nada. Déjeme peinarme y ya le atiendo.
La joven se levantó, tomó un cepillo de la mesa y se dirigió a la entrada, justo al lado del reloj. De frente al espejo comenzó a peinarse lentamente; mis entrañas se conmovieron al ver la dulzura mecánica con la cual engalanaba su cabello. Me paré justo detrás de ella y le pregunté:
–¿Ves bien?, ¿no te duele la cabeza?
–No. Ya le dije, doctor…, sólo déjeme terminar de peinarme.
Esperé una media hora. La familia se retiró del lugar por orden del padre. Mientras hablábamos, Gulieth se convirtió en un objeto más de la sala, confundiéndose unas veces con el espejo y otras con el reloj. Pude notar cómo cada cepillada seguía el compás del péndulo de bronce y supuse, no desde el punto de vista médico sino del sentido común, una relación entre el aparato y la niebla. Hasta que…
–Tal vez sea el espejo –dijo el padre.
–¿Por qué lo dice?
–Es nuevo. ¿No ve?
–¿No es el mismo espejo de siempre? No lo había notado.
–Sí. Es extraño, nadie lo nota. Gulieth tenía un pretendiente que estaba obsesionado con ella; me pidió, me rogó que le trajera este espejo. ¡Desde entonces, vea! ¡Mire a mi hija! ¡Está loca!
Como hombre de ciencia no podía dar un diagnóstico definitivo acerca de Gulieth; tampoco podía asociar médicamente el reloj con su condición, ni siquiera al espejo. Pensé que se trataba de una de esas enfermedades raras que nos llegan de América.
–Y dígame, cuando alguien más usa el espejo…
–No –interrumpió el hombre–, nadie además de mi hija usa el espejo, no desde que ella está así.
–Ajá –dije con extrañeza.
–Seguramente ahora pensará que todos en mi familia estamos locos, pero no hallamos otra explicación…
–¿Lógica? –concluí–, esa explicación no es lógica. Debo hacer algunos exámenes más rigurosos. Mi recomendación es deshacerse del espejo mientras encontramos la solución.
–Olvídelo. Hemos pensado en destruirlo, pero mi esposa y yo tenemos cierto temor.
–No le entiendo.
–Verá, mi hija parece estar muy unida a él. Pensamos que si lo destruimos ella terminaría enloqueciendo por completo.
–Entiendo –suspiré–… Hagamos algo: pasado mañana regresaré para hacerle algunas pruebas a la joven –dije mientras nos dábamos un apretón de manos.
Al despedirme de Gulieth sólo recibí el susurro entrecortado del cepillo mientras bajaba una y otra vez por su larga cabellera. Era hermosa, aun demente, muy bella para considerarla tan común como el resto de los mortales.
III
Diario del Doctor Edwards
Kaunas, 23 de agosto de 17**
Me gusta imaginar cómo se verían las cosas a través del espejo, pero no me atrevo a comprobarlo. Parece muy antiguo; el marco impone su presencia; brilla al igual que la luna, su tamaño es… monstruoso, el arte que le adorna pareciera estar vivo. Cuando pienso en él siento que voy a enloquecer. Más de una vez he querido usarlo; logro sobreponerme al deseo.
Kaunas, 27 de agosto de 17**
Han pasado unos días desde que estudio el caso; hasta el momento no encuentro nada razonable acerca de la niebla que la invade. Los padres siguen negándose a destruir el espejo: temen empeorar la salud mental de su hija. ¡Qué desgracia! Puede que la única salida sea esa: siempre que uno pueda, los problemas deben ser arrancados de raíz.
Kaunas, 30 de agosto de 17**
La niebla se ha puesto más densa. Todos en casa de Gulieth me señalan, ¡soy el doctor inútil que no ha podido salvar a su paciente! Ellos saben lo que pido pero nadie se atreve a destruirlo… ellos son quienes están acabando con Gulieth, no yo. Tal vez sólo actúan deliberadamente: alimentan la niebla con la belleza de Gulieth; ella es la persona más hermosa de este siglo y no pueden soportarlo; el egoísmo, la envidia, el odio de todos hacia la joven es quien la deja a merced de ésta locura. ----He usado de nuevo el espejo mientras revisaba a Gulieth; no he visto o sentido nada peculiar; aún así, puedo afirmar que algo dentro de mi es diferente----.
Kaunas, 1 de septiembre de 17**
El reloj no para de sonar. Es una locura. Una puerta a la locura. Una entrada a un nuevo universo gobernado por ese ojo de bronce…esa sonrisa… él sabe, el reloj sabe la causa. ¡Controla al tiempo y eso es demasiado decir! También ha estado con mi amada Gulieth más que yo. Eso es inaceptable. No puedo permitir que esto siga sucediendo. ¿Dejar que se burle de mi? Es necesario hacer lo que es necesario hacer. Acabaré con el espejo, la belleza de mi Gulieth vale más que su cordura.
IV
La madrugada del 3 de septiembre de 17**, un estruendo terrible suplantó al silencio en casa de Gulieth. El espejo había sido puesto sobre el suelo y golpeado sucesivamente con un martillo. El primer golpe fue justo en el centro; los otros, al azar. Al quinto o sexto la familia despertó; la primera en llegar había sido Gulieth, quien delicadamente tomó del suelo un trozo más o menos grande y sentándose en medio de la sala comenzó de nuevo a peinarse. El doctor Edwards tenía entonces un mal sueño, algo innominado, como una pesadilla descabezada de esa lógica que hasta el miedo necesita para diferenciarse de lo extraño, de los sueños absurdos. Volvió en sí a eso del centenar de golpes; se vio bañado con trocitos de espejo, vestido con la pijama de cuadros rojos que tanto le gustaba; en su mano tenía el mismo martillo que había usado para clavar el título de doctor en su oficina hace casi dos décadas. La familia lo observaba detenidamente como a un perro rabioso a punto de morder; el hermano mayor de Gulieth ya sujetaba con fuerza el atizador de la chimenea previendo un ataque. Edwars nunca dijo nada, ni siquiera puso resistencia cuando llegó la policía. Mientras lo sacaban de la casa se vio obligado a voltear: le observaba el ojo de bronce, como él lo llamaba, moviéndose de un lado a otro como unas manos diciendo adiós.
…¿Gulieth? Ella sigue distante; consumida en la extrema vanidad: mirándose en ese trozo de espejo día a día, admirando sabe Dios cuánto horror o belleza, tal vez idolatrando la ilusión de una juventud que se pierde en el reflejo de aquél de cuadro pulido.
V
Diario del Doctor Edwards
¿...? 23 de marzo de 17**
Probablemente tenía que destruir el reloj. Cuando salga de éste lugar –muchos gritan ¡no estoy loco!, pero yo no necesito decirlo para creerlo–, terminaré el trabajo, la niebla se disipará y estaré junto a ella.
Oigo el tic tac.
Veo la niebla.
El vaivén del ojo de bronce…
Gulieth, Gulieth, susurra el silencio... ¡¡cuánto le cuesta ese nombre a mi cordura!!
Puedes ver este cuento publicado en la Editorial electrónica del Proyecto Sherezade aquí
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